Proyecto Tricentenario del Tratado de Viena de 1725 (1725-2025)
Autopsia a la Guerra de Sucesión Española, una Historia Crítica
Algunos Antecedentes
La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable?
Los Tratados de Partición
(Primera Parte)
Por Pablo Fernández Lanau – 4 de marzo, 2022
El 9 de julio de 1701 una carta real era remitida desde la Corte de Madrid al Consejo de Ciento de Barcelona (Consell de Cent). En esa misiva, el Rey Felipe V comunicaba al consistorio barcelonés su próxima visita a la ciudad; un viaje cuyos objetivos primordiales eran juntar Cortes y celebrar su casamiento con María Luisa Gabriela de Saboya.
Ese mismo día de 1701, a más de mil quinientos kilómetros de Madrid, en las proximidades del enclave de Carpi, localidad situada en la cuenca meridional del rio Po (Italia), a unos ciento ochenta kilómetros al sureste de la ciudad de Milán y a unos diez al norte de Módena; un ejército imperial comandado por el príncipe Eugenio de Saboya, que había atravesado los Alpes durante la primavera de ese mismo año en dirección al norte del Véneto, y otro de las dos coronas, bajo las órdenes del mariscal Catinat, libraban la que sería, a la postre, la primera batalla de una guerra que recién comenzaba: La Guerra de Sucesión Española. El enfrentamiento se produjo sin declaración previa de guerra entre los contendientes y fue solamente de tanteo; pero aún y así hubo varios centenares de bajas entre los más de 20.000 hombres que conformaban el grueso de ambos ejércitos. El resultado de la batalla sería ligeramente beneficioso para los imperiales, aunque no sería determinante.
Cincuenta y cuatro días más tarde, el 1 de septiembre de ese mismo año (1701), cinco días antes de que Felipe V saliera de Madrid en dirección a Barcelona para celebrar Cortes y contraer matrimonio, tropas franco-hispanas y saboyanas, ahora bajo el mando supremo del mariscal Villeroi, se enfrentaban de nuevo en el campo de batalla con el ejército imperial, que continuaba encontrándose bajo las órdenes del príncipe Eugenio. El
choque armado volvía a tener como escenario la cuenca fluvial del Po, ahora en su vertiente septentrional, a orillas del rio Oglio, en los alrededores de Chiari, una localidad situada al este de Milán, a tan sólo setenta kilómetros de distancia de la capital lombarda; un lugar que se encontraba bastante más al norte y hacia el oeste que Carpi, donde se produjo el combate del mes de julio. Este nuevo enfrentamiento fue de mayor magnitud que el anterior, pues los ejércitos de ambos contendientes aglutinaban más de 50.000 hombres en el campo de batalla, produciéndose alrededor de 4.000 bajas en el combate.
También en esta segunda confrontación el resultado volvió a favorecer los intereses imperiales, aunque tampoco tuviera una trascendencia definitiva, más allá de mostrar por segunda vez la superioridad del talento militar del príncipe Eugenio frente al de sus oponentes borbónicos. Tras esta última batalla ambos contendientes mantuvieron sus posiciones en la zona, vigilándose mutuamente y regresando posteriormente a sus bases o
acantonándose en el lugar, mientras se preparaban para invernar hasta la primavera del siguiente año, en la que comenzaría la próxima campaña militar.
El 7 de septiembre de ese mismo año, seis días después de esta última batalla, plenipotenciarios (representantes) del emperador Leopoldo I de Austria, del rey Guillermo III de Inglaterra y de los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos firmaron en la Haya un Tratado de Alianza con el compromiso de mantener una política conjunta para evitar la unión de Francia y España bajo un único gobierno.
La guerra era ya imparable.
Con estas dos batallas (Carpi y Chiari), protagonizadas por los ejércitos de Leopoldo I y de Luis XIV, comenzaba, de facto, una conflagración que alcanzaría con el paso del tiempo unas proporciones bélicas gigantescas y una dimensión política imponderable. Así pues, en ese año de 1701, un nuevo conflicto armado amenazaba con estallar en la Europa occidental de la época y, por extensión, en sus territorios de ultramar; un enfrentamiento que podía desarrollarse en muy distintos ámbitos y afectar territorialmente a muy diversos
teatros de operaciones, como así ocurriría. No habían transcurrido ni cuatro años de paz desde Ryswick, cuando de nuevo el monstruo de la guerra planeaba sobre el horizonte más inmediato de la vida de millones de personas.
Teniendo en cuenta que Luis XIV y Leopoldo I, junto con otros mandatarios europeos, habían acordado y firmado en 1697 el Tratado de Paz de Ryswick, que ponía fin a la Guerra de los Nueve Años, podríamos preguntarnos ¿por qué se lanzaron al combate en 1701 los ejércitos de ambos monarcas y precisamente en el norte de Italia? o , quizás también, ¿qué había ocurrido para que comenzase esta nueva guerra?, incluso preguntarnos ¿para qué había servido realmente Ryswick? Pero, sobre todo y más importante, existe una
pregunta que traspasa el espacio temporal de la Historia y todavía nos interpela contemporáneamente: ¿fue una guerra inevitable o se podía haber evitado?
Sin lugar a dudas, el fallecimiento sin descendencia de Carlos II en el Real Alcázar de Madrid, acaecido el 1 de noviembre de 1700, y el sentido de su testamento, en cuanto a la designación del heredero universal de la Monarquía Hispánica en la figura del duque de Anjou (nieto de Luis XIV), postergando a un segundo lugar irrelevante al archiduque Carlos de Austria, constituyeron el punto de partida del conflicto sucesorio que estaba a punto de estallar; sirviendo la aceptación por parte del monarca francés de la herencia de Carlos II como el detonante esgrimido como justificación por las partes litigantes sobre las nuevas hostilidades emprendidas en 1701 entre imperiales y borbónicos. Bien es cierto que, en no mucho tiempo, se incorporarían más adelante a la disputa otros intereses y unos cuantos mandatarios europeos más.
En cualquier caso, y volviendo a la pregunta que se plantea en este artículo, de si la Guerra de Sucesión Española pudo ser evitada o no, deberíamos remontarnos treinta y tres años atrás en el tiempo, para establecer así un primer punto de partida de lo que estaba sucediendo en ese verano de 1701 entre los ejércitos imperiales y borbónicos en el norte de la península itálica.
Corría el año de 1668 …
Tres años antes, en 1665, había fallecido a la edad de 60 años el monarca español Felipe IV. A su muerte, el único heredero legítimo y sucesor del trono era un niño de apenas cuatro años de edad; un infante de salud muy quebradiza y, previsiblemente, con una no muy prolongada esperanza de vida.
Desde la muerte de Felipe IV, su viuda, la reina Mariana de Austria (hermana mayor de Leopoldo I) gobierna en España como regente, auxiliada por un Consejo de Regencia hasta que su hijo Carlos (el futuro Carlos II), que así se llamaba el niño, alcanzase la mayoría de edad; tal y como había estipulado en su testamento el difunto monarca y como las leyes de sucesión monárquica contemplaban en España.
Eran tiempos convulsos para la monarquía española, que prolongaba también en la década de los años 60 del siglo XVII una crisis política, militar y económica de primer orden; en la que, por cierto, estaba instalada desde el comienzo de ese siglo o incluso desde algo antes.
Cerrada en 1659, temporalmente y con importantes concesiones, la postrera serie de guerras con Francia, que se habían prolongado durante los últimos 25 años, mediante la firma del Tratado de Paz de los Pirineos (incluida la resolución final del complicado conflicto que supuso para la Monarquía Hispánica la Guerra de Secesión de Cataluña), al inicio del sexto decenio del siglo, todavía quedaba pendiente de finiquitar la Guerra de Separación/Restauración de Portugal; cuyos últimos coletazos se prolongarían precisamente hasta ese 1668, año en que se firmaría el Tratado de Paz de Lisboa, en que se reconocería definitivamente la Independencia de Portugal de la Monarquía Hispánica.
Por si fuera poco, en mayo de 1667, Luis XIV invadió y ocupó con su ejército los Países Bajos españoles, apoderándose de varias plazas fortificadas, comenzando así un nuevo conflicto con España; utilizando el monarca francés como pretexto el adueñarse de lo que le correspondía a su esposa María Teresa de Austria (hija mayor de Felipe IV) como herencia, tras el fallecimiento de su padre. El momento escogido por el monarca francés no fue al azar, puesto que, después de aislar y bloquear a España diplomáticamente tanto de Suecia como en relación a los electorados alemanes del imperio y al propio emperador, contaba con la imposibilidad por parte de Inglaterra y de los Estados Generales de las Provincias Unidas de posicionarse e intervenir frente a su agresión, al hallarse inmersos ambos en un momento álgido de la última guerra desatada entre ellos, que ya se prolongaba desde 1665.
Así pues, llovía sobre mojado y los problemas para Mariana de Austria y el Consejo de Regencia se concatenaban. Cuando todavía no se había cerrado definitivamente la guerra con Portugal, comenzaba un nuevo conflicto con Francia, ahora, otra vez en Flandes.
Pues bien, en esta compleja coyuntura política y militar, un hecho trascendente que se mantuvo en secreto durante muchas décadas (hasta bien entrado el siglo XIX) vino a demostrar cuales eran los auténticos propósitos de las élites gobernantes de París y de Viena, en especial de sus dos monarcas; en cuanto a las verdaderas intenciones que albergaban ya entonces —1668— con respecto a su relación con la Monarquía Hispánica.
Tres años después de morir Felipe IV, a principios del año 1668, después de secretas e intensas negociaciones, que ya habían comenzado un año antes (en el invierno de 1667), Luis XIV y Leopoldo I deciden acordar un Tratado de Partición de los territorios pertenecientes a la Monarquía Hispánica, en caso de que el pequeño Carlos falleciera prematuramente y/o sin descendencia. El Tratado, fechado y firmado en Viena por los
plenipotenciarios de ambos monarcas el 19 de enero de 1668, fue ratificado por Luis XIV el 2 de febrero, mientras que Leopoldo I lo sancionó con su firma días más tarde, el 28 de ese mismo mes y año.
Después de abordar variadas propuestas y contrapropuestas elaboradas por los plenipotenciarios de ambas partes, con constantes tiras y aflojas transaccionales, así como de barajar diferentes canjes posibles de unos territorios por otros de la Monarquía Hispánica en función de las diferentes opciones que se fueron planteando a lo largo de la negociación; en el artículo tercero del texto definitivo del Tratado, Leopoldo I y Luis
XIV acordaron el reparto/partición de la Monarquía Hispánica entre ambos de la siguiente forma:
«La división de toda la herencia de la monarquía de España se hace y se lleva a cabo en este caso de la siguiente manera, a saber:
le toca y corresponde en la partición a su sagrada majestad imperial y a sus hijos,
herederos y sucesores, por su parte de la herencia, los reinos de España, excepto
los reservados que se mencionan extensamente en el párrafo de debajo; las Indias
occidentales; el ducado de Milán, con el derecho que depende de él para dar la
investidura del ducado de Siena; Final, los puertos denominados Longone, Hercole,
Orbitelle, y los otros puertos que están sometidos a la corona de España en las
costas del mar de Liguria, llamado ordinariamente mar de Toscana, hasta las
fronteras del reino de Nápoles, con sus dependencias; la isla de Cerdeña; las
Canarias; y las islas Baleares, llamadas vulgarmente Mallorca, Menorca e Ibiza.
Y le corresponde y pertenece a su sagrada majestad muy-cristiana y a sus
hijos, herederos y sucesores, por su parte de la herencia, todo lo que los Españoles
poseen en los Países Bajos, bajo el cual también entendemos la Borgoña, llamado
el Franco-Condado; las Islas Filipinas orientales; el Reino de Navarra, con sus
dependencias, tal como son hoy; el puerto de Rosas, con todas sus dependencias;
los lugares situados en las costas de África; los reinos de Nápoles y Sicilia, y sus
dependencias e islas adyacentes que hoy dependen de ella sin incluir, no obstante,
entre estas dependencias, los puertos denominados Longone, Hercole, Orbitelle, y
los lugares y puertos de dominación de España, que se sitúan desde Final hasta el
territorio y la frontera del reino de Nápoles.»
El Tratado contenía también un preámbulo y ocho artículos más. En el preámbulo se indicaba poco menos que ambos monarcas querían, a la hora de promover y firmar el tratado, procurar el bien de la cristiandad:
«estando persuadidos de que conviene a Sus Majestades más que a ningún otro rey en el mundo cristiano emplear todo su cuidado, su esfuerzo y su aplicación para procurar el bien de la cristiandad, para no omitir nada que pueda garantizar a su posteridad los males de la guerra». Mientras que en el resto de artículos se hablaba de la paz y la amistad firme y constante entre ambos monarcas; de un tratado eterno e inviolable para la utilidad pública; de darse apoyo y socorro mutuos para tomar posesión de la herencia repartida entre ambos en el tratado; de la expiración del tratado seis años después del posible nacimiento de un legítimo heredero de Carlos II y de la eventual negociación durante ese sexenio de una prolongación de los términos del tratado.
Cabe destacar, además, que, en el artículo segundo del Tratado, ambos monarcas establecen su compromiso mutuo para presionar a España con el objetivo de firmar una paz con Portugal y otra con la misma Francia. Debiendo establecer con el primero unas negociaciones de paz de rey a rey y con el segundo, cediéndole España a Francia Cambrai, el Cambresis y el ducado de Luxemburgo o, en su lugar, el Franco Condado, junto con
Douai, Aire, Saint-Omer, Bergues y Furnes. Como puede constatarse, era un tratado que contemplaba acuerdos tanto para los intereses al muy corto plazo como al medio y al largo, especialmente para Francia.
Es importante señalar, sin embargo, que el nudo gordiano de la negociación en el reparto fueron los territorios de Italia, a saber: el Milanesado, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Final y los presidios de la Toscana. Desde que se produjeran las primeras conversaciones sobre el reparto de la herencia española y hasta el último momento, la posición imperial se mostró inflexible en la pretensión de mantener para sí la totalidad de estos territorios, cediendo únicamente y sólo en parte, in extremis, el último día, ante la posibilidad cierta de que su
intransigencia en este punto diera al traste con la posibilidad de llegar a un acuerdo; ya que el negociador francés, el señor de Grémonville, siguiendo las instrucciones recibidas, no estaba dispuesto a firmar tratado alguno sin obtener para su monarca algún territorio italiano en la partición. Por su parte, el negociador imperial, el príncipe de Auersperg, estaba muy interesado en contar a título personal con el apoyo francés ante la Santa Sede para su candidatura a obtener una plaza cardenalicia, lo que ayudó en última instancia a reconsiderar por parte de los imperiales alguna de sus exigencias de máximos al respecto de los territorios italianos, cediendo finalmente en alguna de sus pretensiones.
Los territorios italianos españoles se convertían así en los grandes protagonistas de la negociación del Tratado y en el punto de más controversia en la elaboración de los términos del reparto; erigiéndose en los objetos más preciados del deseo de ambos monarcas. Finalmente, a Leopoldo I le quedarían asignados el ducado de Milán, el marquesado de Final y Cerdeña, así como los presidios de la Toscana; y a Luis XIV, los reinos de
Nápoles y Sicilia. Se ponía así de manifiesto el interés geoestratégico de ambos monarcas en tener presencia en la península itálica. No es de extrañar, por tanto, que los iniciales movimientos de tropas y los primeros enfrentamientos entre borbónicos e imperiales que se produjeron en 1701, que darían pie al inicio de la Guerra de Sucesión Española, fueran precisamente en territorios transalpinos del valle del Po, situados en el Milanesado y en Mantua.
Treinta y tres años después, nada había cambiado en este sentido; continuaban existiendo los mismos intereses y ambiciones de antaño.
Continuará …