La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable? Los Tratados de Partición (Quinta y última Parte)

La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable?

Los Tratados de Partición

(Quinta y última Parte)

 

Por Pablo Fernández Lanau – 19 de marzo de 2023

 

Los tres Tratados de Partición —1668, 1698 y 1700— mostraron con claridad el posicionamiento de los dirigentes de las diferentes potencias continentales frente al tablero geoestratégico europeo[i], poniendo de relieve sus intenciones e intereses.

Lo primero que cabría destacar es que la única potencia que participa en todos y cada uno de ellos[ii] es Francia; que no sólo concurre a los mismos como firmante, sino que es Luis XIV el promotor e impulsor de los tres, buscando en todo momento poner en valor sus aspiraciones políticas y territoriales, ante la posibilidad de aprovechar la debilidad de la Monarquía Hispánica para conseguir ampliar sus dominios a costa de ella.

Otro aspecto importante a señalar es que, más allá de la clara intencionalidad de obtener réditos territoriales en el desmembramiento de la Monarquía Hispánica, uno de los objetivos subsidiarios del monarca francés a la hora de promover esos tratados es el de inmovilizar y bloquear a una parte de sus habituales rivales u oponentes, que a tenor de lo acordado en los mismos convierte coyunturalmente en sus socios. Una manera bastante astuta de poder legitimar sin oposición sus posteriores anexiones territoriales mediante el uso de la fuerza de las armas, contando con la complicidad ya pactada e interesada tanto de Leopoldo I[iii] como de Guillermo III[iv].

Los tres Tratados de Partición son un modelo estereotipado clásico de la hipocresía política que rezuma el contenido explicitado en ellos; que mientras en los preliminares y en las justificaciones para su establecimiento expresan los firmantes buscar la consecución de la paz, el evitar la guerra, el prevenir desgracias, la concordia, el entendimiento, el equilibrio de fuerzas en el marco europeo, el bienestar de sus pueblos, etc.; del contenido del articulado de los tratados pueden extraerse las verdaderas intenciones de quienes los han elaborado y acordado. Unos Tratados que tienen como objetivo la defensa de los intereses personales y de grupo de las élites gobernantes de cada una de las potencias firmantes, que muestran un menosprecio lacerante al legítimo derecho de la Monarquía Hispánica a decidir por sí misma la cuestión sucesoria de su Corona, y evidenciando, por último, una desmedida ambición tanto en el ámbito político como en el territorial, el comercial y el económico.

En este sentido, estos tres Tratados de Partición siguen un patrón muy semejante. Primero se exponen en unos preliminares los motivos de las partes para establecerlos, que se construyeron en base a una argumentación tan falsaria como maniquea, con el uso y abuso de un lenguaje intencionadamente rimbombante, grandilocuente disfraz dialéctico con el que pretendían enmascarar la exposición burda y falaz de explicaciones con las que intentaron justificar la imperiosa necesidad existente de alcanzar un acuerdo entre las partes firmantes; unas justificaciones que sólo servían para dar una cobertura de nobles intenciones y de «buenismo» político a los dirigentes que los firmaron. En segundo lugar, se explicita en ellos el articulado correspondiente a la parte concreta del tratado, con una exposición detallada de los compromisos y acuerdos que se alcanzan entre esos firmantes, lo que viene a constituir la verdadera naturaleza y la auténtica esencia de lo que se pretende obtener en los mismos.

Finalmente, tal y como se establecía en los condicionantes de los preliminares para la activación de cada uno de los tres Tratados de Partición, Carlos II fallecería sin descendencia legítima directa, tras treinta y nueve años de vida y dos matrimonios infecundos. El monarca español moriría el 1 de noviembre de 1700, habiendo firmado su testamento unas pocas semanas antes en favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV.

Planteábamos en el artículo anterior la pregunta de si realmente iba a aceptar el monarca francés la herencia asignada en el testamento de Carlos II a su nieto o no lo haría: cuestión clave y capital para el devenir del conflicto sucesorio. Es interesante destacar que, a la postre, no fue el Delfín de Francia el sujeto jurídico en el que el monarca español depositó la herencia[v], sino que lo hizo en un hijo suyo, Felipe de Anjou, que ni siquiera era su primogénito y por tanto no era el heredero directo de la corona francesa; ya que Felipe era el segundo en orden sucesorio de los hijos del Delfín. Este aspecto tenía una gran trascendencia, pues de consolidarse las dos líneas separadas de los dos nietos mayores de Luis XIV[vi] en ambas monarquías, la francesa y la española, no existiría la posibilidad real de asimilación territorial dinástica, como lo hubiera sido si fuera el Delfín el elegido para la herencia, tal y como se planteaba en los Tratados de Partición.

No obstante, en realidad, Luis XIV, el Rey Sol, Luis el Grande, el soberano que se creía centro del universo por derecho divino, no podía resistirse a la tentación de engullir de facto y de una vez tan ansiado y apetitoso bocado, como lo era la herencia de todos los territorios bajo el dominio de la Monarquía Hispánica, o lo que es lo mismo, la totalidad del Imperio Español; aunque fuera en la figura de uno de sus nietos que no estaba situado en la línea principal hereditaria de su Corona. Encontrándose en esa tesitura, el monarca francés no quiso conformarse con incorporar a la herencia del Delfín, su hijo, sólo los dominios que había pactado con ingleses y neerlandeses en el último Tratado de Partición, el de 1700. Luis XIV aspiraba a todo.

A la sazón, el monarca francés contaba ya con 62 años, lo que indicaba entonces que muy posiblemente estuviera encarando la recta final de su vida y de su extenso mandato. Analizando al personaje, lo cierto es que, en coherencia y consonancia con su prolífica trayectoria como gobernante, Luis XIV no podía dejar pasar el momento y desaprovechar la ocasión que se le brindaba. Era una oportunidad única para intentar cerrar con un broche de oro lo que para él era su excelsa obra política, dando un salto cualitativo y cuantitativo sin precedentes en la consolidación de su magno legado, de su grandeza, de su gloria y, sobre todo, de poder pasar a la historia como el monarca bajo cuyos designios Francia se convirtiera en un Gran Imperio, superando incluso al de Carlomagno. Por si esto fuera poco, además, de esta manera podría conseguir elevar el prestigio y el poder de la Casa de Borbón, su propio linaje, al máximo nivel como referente dinástico europeo y con el mayor poder en la historia.

Sabía el monarca francés que las dificultades serían máximas, ya que aceptando el testamento de Carlos II rompía el pacto alcanzado en marzo de 1700 con ingleses y neerlandeses en el Tratado de Partición de Londres, lo que posiblemente generaría una gran desconfianza hacia su política y hacia su persona; un recelo que sabía que desembocaría tarde o temprano en una nueva gran alianza entre las potencias europeas, que una vez más se unirían en su contra. El problema principal que se le plantearía entonces provendría básicamente en la más que probable unión del Sacro Imperio Romano Germánico con Inglaterra y los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos; así como la adhesión a esta coalición, con previsible certeza, de algunas otras cancillerías europeas. Pero en esta ocasión, a diferencia de guerras anteriores, contaba Luis XIV con que España, después de la unión dinástica de las dos coronas, no estaría enfrentada a Francia, sino que estaría de su lado. Además, sabía que disponía de largo del ejército más potente, profesionalizado y numeroso de toda Europa; así como de unos mariscales y generales de contrastada solvencia en el campo de batalla, al menos a tenor de los resultados obtenidos en el pasado, cuando exhibieron durante la segunda mitad del siglo XVII un mayor talento y una superioridad táctica contrastada con respecto a sus adversarios.

Existía otro factor con el que contaba a su favor el monarca francés, que no era otro que el efecto sorpresa que la decisión testamentaria final de Carlos II había causado en muchas cancillerías; lo que las llevó a aceptar el testamento del difunto monarca español y la decisión plasmada en él, al menos como primera respuesta ante la imprevista situación sobrevenida que se planteaba desde Madrid. La única cancillería que desde un principio manifestó su rechazo frontal al testamento del finado fue, como no podía ser de otra manera, la de Viena; que comenzó en pocas semanas con los preparativos para la guerra, con la ocupación del Milanesado como primer objetivo.

En consecuencia, Luis XIV, conocedor de la situación de momentáneo shock y el bloqueo en el que todavía se encontraban los centros de decisión de las potencias europeas, haciendo gala de su habitual actitud de tomar siempre la iniciativa, se apresuró sin reparo alguno a mover sus tropas y consolidar las posiciones que consideró esenciales para fijar sus intereses ante el conflicto que poco más adelante estaba convencido que con total seguridad se produciría:

—Mandó a su nieto Felipe de Anjou a España para hacerse cargo de la herencia asignada en el testamento de Carlos II, acompañado de un numeroso grupo de asesores y ayudantes franceses de total confianza del monarca francés (de Luis XIV); a los que se uniría el duque de Harcourt y los enviados especiales que mandaría posteriormente a Madrid. El objetivo de Luis XIV no era otro que el tutelar las acciones del jovencísimo y nuevo monarca español[vii], desde el principio de su reinado y todo el tiempo que pudiese, que esperaba que fuera prolongado o para siempre; en aras a que las decisiones que se tomaran en la capital de la Monarquía Hispánica siguieran al pie de la letra sus indicaciones y beneficiaran a los intereses de Francia, no permitiendo que existiese traba alguna u objeción al respecto.

—Por otra parte, sin mediar comunicación ni aviso previo, relevó con su ejército a las tropas neerlandesas de las plazas de barrera de los Países Bajos españoles, expulsándolas sin explicaciones ni miramientos, lo que introdujo de nuevo el factor amenaza e intimidación de invasión sobre las Provincias Unidas de los Países Bajos.

—Movilizó a todo su ejército, especialmente al acuartelado en las proximidades del ducado de Saboya, para pasar a través de ese territorio al ducado de Milán cuanto antes, uniéndose a las tropas españolas allí acantonadas, para tratar así de contrarrestar la más que probable incursión de las tropas imperiales en el valle del Po en la primavera de 1701, una vez transcurrido ese invierno que iba a comenzar en pocas semanas.

—Se lanzó también a establecer una serie de pactos, alianzas y tratados de colaboración con las pocas potencias sobre las que podía tener todavía un cierto ascendiente, ya fuera por afinidad mutua, por intereses compartidos o por temor ante el conflicto que se avecinaba. Así pues, estableció en 1701 ententes con Portugal, con el ducado de Saboya y con los electorados de Baviera y Colonia; aunque las dos primeras le abandonarían pronto, en 1703, cambiando de bando y alineándose a partir de esa fecha con imperiales, ingleses y neerlandeses.

De esta manera, llegados al final del año 1700, en los albores de un nuevo cambio de siglo, los tambores de guerra volvían a resonar con fuerza en el occidente de Europa. Tres años después de la firma del Tratado de Paz de Ryswick, nada hacía prever que esa paz fuese a durar mucho tiempo más; haciendo que los acuerdos alcanzados en él se convirtieran en papel mojado. El monarca francés optó una vez más por la guerra, convencido de que, como casi siempre, saldría ganando.

Después de décadas promoviendo guerras e impulsando tratados de partición, Luis XIV había decidido que el conflicto sucesorio de la Monarquía Hispánica se dilucidaría en los campos de batalla, seguro como estaba de que saldría victorioso con sus ejércitos. Pero se equivocó y perdió la guerra, arrastrando en parte con él a esa España borbónica que había sido fiel a los deseos y a los designios que el último rey de los Austrias españoles, Carlos II, había plasmado en las postreras voluntades reflejadas en su último testamento.

En esta ocasión, los referentes del pasado no le sirvieron al monarca francés como garantía de éxito para el presente. Muchas cosas habían cambiado y lo que ocurrió en ese principio del siglo XVIII así lo evidenció. Finalizada la guerra, trece años después de su comienzo, los acuerdos establecidos en los Tratados de Paz que pusieron fin a la contienda —en Utrecht en 1713, en Rastadt en 1714 y en Baden, también en 1714— constituyen una prueba irrefutable del resultado adverso que significó el conflicto para Luis XIV y para Francia.

Aunque la peor parada fue sin duda la Monarquía Hispánica. El Imperio Español perdió tras esta guerra todos sus territorios europeos al otro lado de los Pirineos; tanto los que le quedaban a finales del siglo XVII de la herencia borgoñona de Carlos I (Países Bajos españoles, Luxemburgo y el ducado de Milán), como los que había aportado al proyecto político de los Reyes Católicos a finales del siglo XV la Corona de Aragón (Nápoles, Sicilia y Cerdeña); sin olvidar, por supuesto, la ignominiosa pérdida territorial que supusieron las infames entregas de la soberanía de Gibraltar y de Menorca a Inglaterra. Lo que con tanto empeño había tratado evitar Carlos II con su testamento, finalmente se produjo; ya que como consecuencia del resultado de la Guerra de Sucesión Española y de los tratados de paz que se acordaron a su finalización, el desmembramiento de la Monarquía Hispánica se convirtió a partir de 1714 en una realidad.

Un año más tarde, en septiembre de 1715, Luis XIV fallecería y el pequeño Luis de Francia, entonces el nuevo Delfín[viii], biznieto del Rey Sol e hijo del hermano mayor de Felipe V, heredaría la Corona francesa con tan sólo cinco años de edad, con el nombre de Luis XV. Se iniciaba así, con un periodo de regencia, una nueva etapa política en Francia y en Europa. Pero esto es ya otra historia.

Epílogo

La existencia de estos Tratados de Partición constituye una prueba documental explícita de cómo se dilucidaban en aquellos tiempos las pretensiones e intereses de los gobernantes de cada una de las potencias europeas de la época, especialmente de las que estuvieron concernidas en los mismos. Son, también, una muestra fehaciente de sus ambiciones, de su falta de escrúpulos y del cinismo recalcitrante que manifestaban en los acuerdos a los que llegaron para de tratar de apropiarse de lo que no era suyo, aprovechándose de las debilidades de un tercero, que en este caso era la Monarquía Hispánica.

En este sentido, aun poniendo de relieve la grandísima responsabilidad que tanto Leopoldo I como Guillermo III (imperiales, ingleses y neerlandeses) tuvieron al convertirse en cómplices necesarios e interesados de Luis XIV (lo que le permitió abusar de esa fragilidad española que le imposibilitaba defender sus intereses por sí sola), no cabe duda que fue Luis XIV quien con más persistencia buscó permanentemente el conflicto y la guerra para conseguir sus objetivos expansionistas a costa de la Monarquía Hispánica.

Una frase mítica viene a plantear una afirmación que explica la esencia y la naturaleza de estas permanentes confrontaciones bélicas que promovió el monarca francés en su extenso reinado. La frase es la siguiente:

«La Guerra es la simple continuación de la política con otros medios».

La cita corresponde al pensamiento del militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), uno de los más influyentes historiadores y teóricos de la ciencia militar en época moderna. Una frase extraída de su conocido tratado ‘De la Guerra’, escrito por este autor más de un siglo después de finalizada la Guerra de Sucesión Española.

Von Clausewitz afirma que la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas con otros medios; afirmando también que el propósito político es el fin y la guerra el medio para alcanzarlo.

Como puede constatarse, con fidelidad absoluta a la historia de la humanidad en todos los tiempos, más de cien años después de finalizada la Guerra de Sucesión Española, la reflexión continuaba siendo muy actual; nada había cambiado.

Para finalizar, nos gustaría poner en valor la inapelable certeza de que la realidad histórica es lo que verdaderamente ocurrió y nada más, por lo que todas las demás hipótesis o suposiciones que puedan plantearse no dejan de ser pura especulación.

Sin embargo, es legítimo y hasta lógico preguntarse, ¿qué hubiera ocurrido si en el testamento de Carlos II, el monarca español hubiera designado como sucesor de toda la Monarquía Hispánica al archiduque Carlos de Austria?; o también reflexionar sobre, ¿cómo se hubieran desarrollado los acontecimientos si, fiel a sus pactos con ingleses y neerlandeses, Luis XIV hubiese renunciado a la herencia que Carlos II había otorgado a su nieto en el testamento y hubiera respetado el Tratado de Partición que en 1700 había firmado con ellos, invocando ese acuerdo sólo para hacerse con el dominio de los territorios que tenía asignados en él para su hijo, el Delfín?

La verdad es que nunca sabremos lo que hubiera ocurrido en ambos casos, ni en otros muchos que pudieran plantearse. Lo que sí sabemos es que, llegados a ese momento crucial en la historia de Europa, tal y como tomó sus decisiones el monarca francés a partir de aquel 1 de noviembre de 1700, se iniciaba el camino hacia una nueva contienda bélica. Todo dependía de él y Luis XIV no dejó ni un solo resquicio para una resolución pacífica y negociada del conflicto que él mismo había alimentado durante todo su reinado; en coherencia a su obsesiva ambición por ampliar sus dominios y su poder, apoderándose de todos los territorios de la Monarquía Hispánica que le interesasen y estuviesen a su alcance.

En este sentido; en base al análisis historiográfico del contexto en que se produjeron todos los acontecimientos que hemos tratado de relatar en esta serie de cinco artículos sobre estos tres Tratados de Partición de la Monarquía Hispánica, a los que habría que añadir  otros muchos más hechos que se produjeron de índole diversa; teniendo en cuenta, además, el perfil de la personalidad en la acción de gobierno que, en función a las decisiones que tomaron, revelaron los protagonistas que ostentaban capacidad ejecutiva en las cancillerías de las diferentes potencias europeas; podemos concluir, respondiendo a la pregunta inserta en el título de esta serie de artículos en que nos hemos aproximado a este importante periodo de la historia de España y de Europa, que, en esas circunstancias históricas que se dieron :

La Guerra de Sucesión Española fue una guerra inevitable.

 

Bibliografía

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[i] El Reino de Francia, el Sacro Imperio Romano Germánico, el Reino Unido (aún sin Escocia) y los Estados Generales de las Provincias Unidas de los Países Bajos.

[ii] En los tres.

[iii] En el de 1668.

[iv] En los de 1698 y 1700.

[v] Como se contemplaba en los Tratados de Partición de 1698 y 1700.

[vi] Luis de Francia (1682-1712), duque de Borgoña y Felipe de Francia (1683-1743), duque de Anjou.

[vii] Felipe de Anjou tenía en ese momento 16 años.

[viii] Su abuelo y su padre habían fallecido anteriormente de viruela y sarampión, en 1711 y 1712, respectivamente.

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