La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable? Los Tratados de Partición (Segunda Parte)

La Guerra de Sucesión Española, ¿una guerra inevitable?

Los Tratados de Partición

(Segunda Parte)

Finalmente, la partición de la Monarquía Hispánica acordada en el Tratado de Viena en 1668 no se llevaría nunca a efecto; al menos tal y como lo preveían los firmantes del mismo. Así fue, fundamentalmente, porque aquel enfermizo niño (Carlos II), cuya precaria salud invitaba a pensar que podría morir en cualquier momento, todavía viviría treinta y dos años más; dando pie a que muchos e importantes acontecimientos se produjeran en el transcurso de todo ese tiempo y a que nuevos protagonistas aparecieran con fuerza en el panorama político-militar europeo de la época, reclamando su cuota en un posible reparto de los dominios e intereses de la vulnerable Monarquía Hispánica, tanto en Europa como en Ultramar.

Carlos II niño

  1. Retrato de Carlos II (1661-1700), rey de España, de niño. Óleo sobre lienzo de 121 x 99cm, pintado por David Teniers III (1638-1685) en 1666. Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas. 2. Retrato de Carlos II (detalle). Óleo sobre lienzo, 210 × 147cm, pintado por Juan Carreño de Miranda (1614-1685) en 1671. Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo.

Sin embargo, la negociación y el acuerdo alcanzado sí que le sirvieron a Luis XIV para su legitimación frente a Leopoldo I en relación a sus derechos dinásticos, así como para obtener el consentimiento imperial a la hora de aislar a España en la guerra que mantenía con Francia; quedando garantizada mediante el Tratado la inacción de Viena frente a la ofensiva francesa contra el Franco Condado y consolidando de paso la invasión del año anterior de los ejércitos de Luis XIV en Flandes.

También se pone en evidencia en el Tratado la catadura ética y moral de los dos gobernantes firmantes de dicho pacto, que quedó absolutamente reflejada en el texto acordado. Tanto Leopoldo I, que a la sazón tenía 27 años, como Luis XIV, de 29 años de edad, mostraron al acordar este Tratado sus verdaderas y aviesas intenciones como gobernantes, así como una total falta de escrúpulos a la hora de aspirar a apropiarse de algo que no era suyo, pero que habían decidido repartirse sin contar con quien regía los destinos de la monarquía española en Madrid; antes, incluso, de saber si el príncipe Carlos llegaría o no a edad adulta y sin tener constancia de si tendría o no descendencia; uniéndose ambos monarcas en este infame y vergonzante acuerdo, donde manifestaban sin cortapisas alguna del uso y abuso que estaban dispuestos a ejercer de su situación predominante.

Quedaba meridianamente claro que la debilidad política, militar y económica de la Monarquía Hispánica iba a ser aprovechada por esos ambiciosos monarcas para tratar de hacerse con rentas ajenas y obtener beneficios a muy bajo coste, mediante el trampantojo político y diplomático que siempre les caracterizó en su trayectoria como gobernantes; especialmente a Luis XIV. Una idiosincrasia en la acción de gobierno que tuvo como referencia habitual en la relación de ambos con la Monarquía Hispánica en el oportunismo coyuntural y en el ventajismo político de sus alianzas, así como en la utilización sistemática de la mentira como herramienta al servicio de insoslayables supuestos de conflictos por intereses patrimoniales y por pretendidos derechos dinásticos; que no eran más que justificaciones para enmascarar su insaciable ambición de poder y una codicia obsesiva por expandir sus dominios. Todo ello, por supuesto, con la amenaza permanente de la utilización de sus poderosos ejércitos para imponer a los más débiles sus voraces intereses políticos, territoriales, económicos y comerciales. En estas circunstancias, la suerte del Imperio Español y de la Monarquía Hispánica estaba echada y, tanto en el presente como en el futuro, ya no dependía de ella misma. Sólo un cambio profundo y prolongado en la gestión de la gobernanza desde Madrid, o un milagro, podían salvarla. Nada de ello ocurrió.

El Tratado de Partición de la Monarquía Hispánica firmado en Viena el 19 de enero de 1668 constituye, además, un antes y un después en la historia política de Europa en la Edad Moderna. Por primera vez los monarcas de dos de las grandes potencias europeas del momento se ponían de acuerdo en un Tratado para desmembrar a una tercera potencia y repartirse todos sus territorios entre ambos, pactando el apoyarse mutuamente frente a terceros para conseguirlo. De haberse materializado ese reparto, el poder de los dos en el continente habría aumentado exponencialmente, convirtiéndose Francia y Austria en dos superpotencias que amenazarían el complejo equilibrio de fuerzas existente en Europa en ese momento. La historia de Europa habría cambiado para siempre. No es de extrañar que tanto Luis XIV, que ambicionaba construir su proyecto de Monarquía Universal francesa, como Leopoldo I que, fundamentalmente, ansiaba incorporar a sus dominios los Países Bajos españoles y, muy especialmente, los territorios italianos de la Monarquía Hispánica, se afanaran en mantener el Tratado en el más absoluto de los secretos.

Más allá del rechazo frontal que lo acordado en el Tratado hubiera cosechado en otras cancillerías europeas, la ignominia del acuerdo era fiel reflejo de la vileza de las intenciones de ambos monarcas y de su reprochable conducta; significativamente indignas en unos gobernantes que trataban de construir permanentemente, tanto frente la opinión pública como en relación con el resto de las cancillerías europeas, un arquetipo de sí mismos que transmitiera una imagen de gobernantes de gran dignidad y de excelsa honorabilidad en todos sus actos y relaciones, tanto en el presente como para el futuro.

Parecía pues que, en ese principio de 1668, tanto el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como el rey de Francia tenían sus propios planes de futuro para con la Monarquía Hispánica, plasmados con precisión en el Tratado que habían firmado. Como hecho significativo cabe señalar que, incluso antes de que Leopoldo I ratificase con su firma el Tratado, cosa que hizo el 28 de febrero, el día 4 de febrero, tan sólo dos días después de poner Luis XIV su firma en el mismo, el ejército francés, al mando del Gran Condé, invadió y se apoderó en dos semanas del Franco Condado, uno de los territorios de la Monarquía Hispánica que estaba asignado al monarca francés en el propio Tratado; es de suponer que lo tomaría a cuenta, a modo de anticipo, aplicando su habitual y agresiva política manu militari de hechos consumados, aprovechándose una vez más de la debilidad española. A pesar de ello, Leopoldo I ratificó con su firma el documento del Tratado en Viena el 28 de febrero sin poner objeción alguna, dando por buena la agresión francesa que acababa de producirse contra los intereses españoles, convirtiéndose en ese momento en el cómplice y socio preferente del «Rey Sol».

De esta manera proseguía la última guerra emprendida por Francia contra España en 1667 que, a la conquista francesa de diversas plazas en Flandes en ese mismo año, había continuado con la del Franco Condado a principios de 1668. Así pues, ante el cariz que iban tomando los acontecimientos, Suecia, Inglaterra y los Estados Generales (una vez finalizada estas dos últimas su contienda particular con el Tratado de Paz de Breda, en julio de 1667), se unieron en una Triple Alianza el 23 de enero de 1668, amenazando, tras la invasión francesa del Franco Condado, con declarar la guerra a Francia si no cesaba con su agresiva política anexionista, por lo que Luis XIV se avino a firmar un tratado de paz con España: el Tratado de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán). El Tratado, firmado el 2 de mayo de 1668, ponía fin a esa guerra y, aunque obligaba a Luis XIV a devolver a España el Franco Condado, le proporcionaba a Francia la anexión, a costa de la Monarquía Hispánica, de varias importantes plazas de los Países Bajos españoles, como Charleroi, Douai, Lille, Oudenarde, Tournai y otras tantas más.

Entre 1659 y 1668 Francia había dado dos considerables zarpazos territoriales a España. El más reciente, apoderándose de los enclaves indicados al final del párrafo anterior, que formaban parte de las cesiones contenidas en el Tratado de Aix-la-Chapelle. El primero de los zarpazos ya lo había dado en 1659 y era el correspondiente a los territorios que le cedió Felipe IV a Luis XIV en el Tratado de los Pirineos: el Rosellón, el Conflent, el Vallespir y una parte de la Cerdaña, así como la práctica totalidad del condado de Artois, además de una serie de plazas fuertes en Flandes, en Henao y en Luxemburgo.

En 1668 la realidad era incontestable. El desmembramiento de la Monarquía Hispánica en lo que se llevaba de siglo seguía su curso inexorablemente, ante la incapacidad que demostraban continuamente los monarcas españoles para defender con eficacia por sí solos la totalidad de sus territorios; era una sangría que parecía no tener fin. Además, todavía quedaba pendiente —en espera— el desenlace sobre la vida y descendencia de Carlos II, que, posteriormente, una vez alcanzada su mayoría de edad y conforme pasaban los años, parecía que iba a vivir más de lo que muchos presagiaron cuando era niño; aunque no existieron nunca certezas sólidas sobre la posibilidad de que pudiera tener descendencia alguna. También en las cortes de Viena y de París las cosas cambiarían con el paso del tiempo, especialmente en cuanto a la descendencia de sus monarcas y, por tanto, a la existencia de posibles herederos de sus coronas.

El Tratado de Partición de Viena de 1668 sale a la luz pública en la tercera década del siglo XIX, gracias al historiador, escritor y político francés August Mignet (1796-1884). Siendo Consejero de Estado y un historiador ya prestigioso, con varias obras editadas, Mignet es nombrado en 1830 director de los Archivos y de la Cancillería del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, durante el gobierno de Luis Felipe I, el último rey francés; cargo que ocupará durante quince años. Mignet pone en marcha entonces un proyecto para sacar a la luz pública una parte de los documentos oficiales ya desclasificados que existen en dichos Archivos, por tener más de cien años de antigüedad; impulsando entre 1835 y 1842 una Colección de Documentos Inéditos sobre la Historia de Francia. Entre ellos, publica el concerniente a las Negociaciones relativas a la Sucesión de España bajo Luis XIV, conteniendo Correspondencias, Memorias y Actos Diplomáticos respecto a las Pretensiones y al Advenimiento de la Casa de Borbón al Trono de España. Toda esta documentación original se encuentra actualmente en los Archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República Francesa. Del Tratado de Partición de Viena de 1668 se redactaron dos ejemplares, ambos en latín; uno para la cancillería imperial y otro para la francesa. El que existe en Francia está debidamente firmado por los plenipotenciarios que los negociaron por delegación y ratificados por los dos monarcas, por Leopoldo I y por Luis XIV, con los sellos oficiales correspondientes. Una parte de la Colección de Documentos de Mignet se encuentra digitalizada y puede consultarse en línea a través de internet.

François-Auguste Mignet (1796-1884), miembro de la Académie française desde 1836. Foto realizada alrededor del año 1865.

La historiografía contemporánea tiene una deuda con el Tratado de Partición de la Monarquía Hispánica de Viena de 1668; al que el historiador J. Albareda se refiere un tanto desdeñosamente como Tratado de Grémonville, adjudicándole como referente identificativo el toponímico del diplomático francés, Jacques Bretel de Grémonville, a la sazón embajador de Luis XIV en Viena, que participó junto a su homólogo austriaco, Johann Weichard de Auersperg, en la elaboración del mismo. Este Tratado de Partición es el primero del que se tiene conocimiento y antecede a los dos que vendrían después, a finales de ese siglo XVII. Curiosamente, estos dos últimos tratados acordados han quedado registrados hasta nuestros días, en la mayoría de las reseñas historiográficas, como el Primer y Segundo Tratados de Partición; como si el Tratado de Viena de 1668 no hubiera existido jamás como tal. Pareciera que la larga sombra de algún oscuro designio de los dos monarcas firmantes se haya transmitido a lo largo del tiempo para tratar de eliminar su huella en la historia, impidiendo ofrecer el reconocimiento que merece todo lo que sucedió en aquellos tiempos, no permitiendo de esta manera colocar en el lugar que les corresponde a todos los acontecimientos acaecidos, a absolutamente todos: al Tratado de Viena de 1668, también.

No estaría de más que se reconocieran historiográficamente como tres los Tratados de Partición de la Monarquía Hispánica acordados por potencias extranjeras en la segunda mitad del siglo XVII y que, por tanto: el Tratado de Viena de 1668 fuera contemplado como tal y pase a denominarse Primer Tratado de Partición. Ello conllevaría a que el Tratado de La Haya de 1698 pasase a denominarse Segundo Tratado de Partición y el Tratado de Londres de 1700 lo hiciese como Tercer Tratado de Partición. Las evidencias documentales de hechos contrastados bien merecen ocupar el lugar que les corresponde en la memoria histórica colectiva que construye la historiografía.

En otro orden de asuntos, a la Guerra con Francia de entre 1667 y 1668 le siguió la Guerra franco-neerlandesa o de los Países Bajos (1672-1678), en la que también estuvo involucrada España, afectada por sus intereses en Flandes y en el Franco Condado, y que finalizó con el Tratado de Nimega; en el que la Monarquía Hispánica perdió definitivamente el Franco Condado y otros enclaves más en Flandes, otra vez en beneficio de Francia. Diez años más tarde comenzaría la Guerra de los Nueve Años (1688-1697), la que fuera antesala de La Guerra de Sucesión Española que, como ya se expuso al principio del artículo, tuvo su inicio en el norte de Italia en 1701, pocos meses después del fallecimiento en Madrid de Carlos II.

No obstante, antes de finalizar el siglo XVII, en los tres años que transcurrieron entre el Tratado de Paz de Ryswick de 1697 y el fallecimiento del monarca español en 1700, ocurrieron otras muchas cosas más, algunas de ellas muy relevantes para entender lo que vendría después.

De nuevo subyacerá en el desarrollo de la tercera parte de este artículo la cuestión que nos planteábamos al principio: una vez producida la defunción de Carlos II sin descendencia y conocido el sentido del testamento del finado, ¿se podría haber evitado una nueva guerra?

Tanto el trasfondo político del Tratado de Viena de 1668, como la presencia de los mismos protagonistas que lo acordaron ocupando los tronos de Austria y de Francia a la muerte en 1700 de Carlos II, no daban pie al optimismo.

Lo ocurrido en la última década del siglo XVII, y especialmente entre 1698 y 1700, quizás pueda darnos algunas respuestas más.

Continuará ………….

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